Esta situación era peor de lo que el alumno se había imaginado, ninguna de las descripciones que solía escuchar de los compañeros indisciplinados y valientes se adaptaba al terror que sentía en esa oficina viciada de humo de cigarrillos. La mujer tenía un aspecto imponente, era gorda, de voz gruesa y profunda.
La pregunta resonó nuevamente contra las paredes y el pequeño comenzó a sudar en las manos, que estaban cerradas y tensas. No sabía cuanto podría aguantar. Cerró los ojos y retuvo las lágrimas que estaban por brotar debidas al pánico que sólo se siente a los siete años, cuando la autoridad es un monstruo de películas.
La mirada inquisitiva de la inmensa mujer comenzó a examinarlo, y después de encender un cigarrillo con extraños temblores en las manos y la boca repitió casi gritando ¡Quién! Fue como un trueno de verano. Un frío recorrió con estrépito por toda su espalda y sus rodillas casi se doblaron. Ya no podía resistir más, era demasiado el miedo y la presión que machacaban sobre su frágil psiquis. Sin querer se escaparon débiles sonidos de su boca, la Directora sonrió maliciosamente y preguntó con más fuerza ¡quién!, pues el pequeño ya estaba doblegado; que respondió con un llanto sin poder contenerse. El niño se agarró la cara e intentó taparse la boca, sin lugar a dudas ya estaba perdida aquella batalla, su suerte estaba echada. A los siete años había delatado a un compañero.
Nunca más podría reivindicarse, demostrar su valentía, pues era un delator. Y lo más desconcertante fue la felicitación que recibió por ello.
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